algunos recuerdos


En mi familia nunca hubo músicos. Al menos nadie lo recuerda. Mi primer
instrumento fue una guitarra que me regaló mi abuelo materno cuando tenía seis años. Aprendí como pude, es decir de mala manera, peleando con cuatro acordes sobre las cuerdas que afinaba en un tono u otro, según se diera, con lo cual no se si arreglé mi oído o lo estropeé para siempre. Así fue hasta que un día, ya rebasada la adolescencia, comprendí que necesitaba instrucción musical, intenté poner remedio acudiendo a las clases del conservatorio, y probé con otros instrumentos.

En los años setenta fui cantautor en un grupo llamado Barraca 2, y en los ochenta rockero en diversos grupos, entre ellos Jaleo, del que guardo un recuerdo imborrable. A partir de la década de los noventa me he dedicado, dentro la creación actual, a la que se denomina, tal vez con poco acierto, música contemporánea, tanto en su vertiente instrumental como electrónica, que entiendo que es la que más conviene a mi temperamento y, de hecho, es con la que me siento más feliz.

Casi que no hay género que no me guste, pero no soporto que invadan mi intimidad con música cuando no lo deseo, una materia de la que es difícil sustraerse, y de la que la vida actal parece querer llenar cada espacio y cada momento.

Soy poco amante de los clichés, y compongo mis obras con sonido, con cualquier clase de sonido, y con muchas dosis de silencio. A veces esa materia sonora proviene de escalas, arpegios, armonías, y otras veces la tomo del entorno y de la actividad humana. Organizo los sonidos como si pintara o esculpiera con ellos, como objetos de una arquitectura, y presiento que el cine, sus esquemas de desarrollo temporal y sus trucos, han influido sobre mi manera de componer. Si observáramos, veríamos que el sonido, pese a su estado etéreo e inasible, está vivo y tiene carácter, y la suerte de elegir o fabricar un sonido constituye en sí misma un acto de composición musical: el primero.

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